Leonardo Garnier Rímolo
Ministro de Educación Pública
¿Para qué educamos? La respuesta más simple y probablemente la más completa es que educamos para la vida o, lo que es lo mismo, educamos para la convivencia. Educamos – como diría Touraine – para que podamos vivir juntos en este planeta y para tener, juntos, una vida plena.
Esto quiere decir que educamos para hacernos capaces de asumir nuestras paradojas fundamentales: una, la de ser animales individuales y mortales… y tener conciencia de ello. Dos, la de tener también conciencia de que solo trascendemos y superamos esa vida y muerte individual, gracias a la curiosa característica de ser animales sociales: nuestra existencia solo tiene sentido mediante nuestra relación con los otros, que es la que, finalmente define nuestra compleja identidad.
Vivir y convivir tiene muchas aristas: en nuestra relación con los otros nos va la vida; ya sea que hablemos del amor o de la guerra; del trabajo o del juego; de las pasiones o los intereses, del ocio o del negocio. Para todo eso, educamos… y para eso, debemos educar a todos.
Nuestra relación con los otros es inevitablemente paradójica y está maravillosamente recogida en las dos grandes obras de aquel profesor de filosofía moral que terminó convertido en padre de la economía moderna: el ser humano vive en una constante tensión entre el egoísmo y la simpatía; entre el intento por aprovechar la necesidad ajena en su propio beneficio y la capacidad de sufrir con el dolor y gozar con el bienestar del prójimo.
No esperamos el pan de la bondad del panadero ni la cerveza de la del cervecero sino de la necesidad que tienen de satisfacer su propio interés – nos decía Adam Smith en La Riqueza de las Naciones –. De ahí el comercio, el intercambio y el trabajo en su sentido social: trabajamos para los demás e intercambiamos el fruto de nuestro trabajo con ellos… esperando, sin ingenuidad, que ellos trabajen también para nosotros.
Por eso la educación debe ser, en parte, una educación para el trabajo, para la producción y el intercambio, para la convivencia económica con los demás, una convivencia que nos permita sacar partido – individual y colectivo – a lo que bien podríamos llamar la eficiencia del egoísmo.
Pero así como nos importan los demás desde este ángulo utilitarista, nos importan también en un sentido mucho más complejo y profundo, que el mismo Smith desarrolla en su Teoría de los Sentimientos Morales: más que ninguna otra cosa – dice – nos interesa el afecto o la simpatía de los demás: su aprecio, su respeto, su reconocimiento; en fin, nos importa qué piensan y sienten los demás sobre nosotros. Nos importa importarle a los demás.
De aquí fluye esa contradicción inevitable que marca nuestras vidas: vivimos entre el egoísmo y la simpatía. Buscamos poder, prestigio y riqueza, pues creemos que nos brindan todo aquello que tanto anhelamos. Pero al mismo tiempo, buscamos el afecto, el respeto, la solidaridad y el reconocimiento de los demás pues solo ese reconocimiento da sentido trascendente a nuestra vida.
Para eso debemos educar: tanto para la convivencia eficiente, útil y práctica del mundo del trabajo, del comercio o del consumo; como para la vida plena y trascendente que surge de la convivencia solidaria y del afecto desinteresado. Esta no es una paradoja simple… mucho menos una paradoja fácil de traducir en recetas educativas.
Queremos que los estudiantes aprendan lo que es relevante y que lo aprendan bien: que nuestros jóvenes adquieran y desarrollen el conocimiento, la sensibilidad y las competencias científicas; lógicas y matemáticas; históricas y sociales; de comunicación y lenguaje.
Todo esto es clave… pero no basta.
En un mundo incierto en el que pareciera a veces que todo se vale y en el que se vuelve casi indistinguible lo que vale más… de lo que vale menos; en un mundo en el que prevalece el miedo, la pregunta de ¿para qué educar? adquiere un significado adicional y angustiante.
Al educar para la vida y la convivencia no podemos quedarnos con las necesidades prácticas del egoísmo: necesitamos la simpatía que Smith encuentra como condición necesaria para la supervivencia sostenible de una sociedad libre que convive en un planeta frágil. No podemos quedarnos con el economista: necesitamos al filósofo.
Por eso, a la educación que prepara para la búsqueda pragmática de ‘lo verdadero’ debe agregarse la educación que forma para la búsqueda trascendente de ‘lo bueno’ y ‘lo bello’: una educación en la ética y la estética, como criterios fundamentales – y nunca acabados – de la convivencia humana. Una educación para la ciudadanía, una educación que nos libre de la discriminación y el miedo.
Por eso debemos educar en la ética y la ciudadanía. Nuestros jóvenes no pueden crecer sin criterios éticos en un mundo en el que se diluye la obligación moral de buscar y luchar por aquello que es humanamente correcto o bueno. No podemos educar ni en los valores inmutables de los conservadores ni en la cómoda ambigüedad de los relativistas, sino en la búsqueda de qué es lo que nos permite vivir juntos, con respeto, con simpatía, con solidaridad, con afecto, reconociéndonos y aceptándonos en nuestra diversidad. Para eso, educamos.
De la misma forma, debemos educar para que nuestros jóvenes aprendan a gozar de la belleza natural y artística, que sean capaces de apreciarla y valorarla; que puedan entenderla – conocer y respetar sus raíces y experimentar sus derivaciones y combinaciones – y que sean capaces de comunicarse y expresarse, ellos mismos, artísticamente.
Educamos para la cultura, para los derechos humanos y para eso que hemos llamado un ‘desarrollo sostenible’. Educamos para todo eso que constituye esa parte de nuestra naturaleza humana que no viene inscrita en el código genético, sino en nuestra historia. Educamos para que prevalezca la razón y no se repitan los errores del pasado: educamos contra la magia y la tiranía. Educamos para el ejercicio crítico pero sensato de la ciudadanía democrática. Educamos para cerrar esas brechas que nos separan. Educamos, en fin, para vivir en el afecto y la memoria de los demás: solo así trascendemos como individuos; solo así sobrevivimos como especie.
Es por todo ello que la alfabetización del siglo XXI significa algo más que leer, escribir y entender la aritmética básica; significa poder entender y expresarse en los símbolos de nuestro tiempo, y esos son los símbolos de la ciencia, de la tecnología, de la política, del arte y cultura a todo nivel. No podemos aspirar a menos.
Termino con un comentario más práctico sobre esta reflexión un tanto abstracta. Educar para la búsqueda de ‘lo verdadero’ no es solamente un esfuerzo académico, sino que es indispensable para poder vivir realmente una vida plena: los estudiantes deben entender que la ecuación de la parábola que estudian en matemática es, precisamente, la que permite a David Beckham anotar sus goles de tiro libre; que la fórmula NaCl es la que da el sabor saladito a su comida y que tras alguna de las tantas guerras que estudiaron está alguno de sus abuelos. De la misma forma, educar en la búsqueda de ‘lo bueno’ y ‘lo bello’ no tiene solamente un sentido sublime y lejano, sino completamente práctico… y esto lo entienden bien los jóvenes artistas – raperos, bailarines, poetas, cantantes, pintores, cineastas – que expresan en su arte las angustias de ser joven en nuestro mundo y encuentran en ello su identidad y su razón de permanecer o escapar de los colegios.
En español, la diferencia entre aula y jaula es solo una letra… cuanto más parezcan jaulas nuestras aulas, mientras más prevalezca el miedo como estrategia educativa… menos jóvenes tendremos en ellas, menos educación. Cuanto más arte, más convivencia, más respeto haya en los colegios, más jóvenes se sentirán a gusto en ellos; habrá menos deserción y más educación para la vida, para el trabajo y para la convivencia ciudadana. Para eso educamos… y el reto es enorme: es un reto que empieza por reeducarnos nosotros mismos y reeducar a los educadores.
viernes, 15 de mayo de 2009
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